De la fiebre foodie al canon castizo: cinco productos madrileños que sobrevivieron al hype
- Irene S.
- 28 oct
- 3 Min. de lectura

Hubo un tiempo en que Madrid se alimentaba de novedades como de cañas un domingo: sin medida y con entusiasmo. Cada semana llegaba una fiebre nueva —el bao, el ramen, el fermento milagroso— y la ciudad, siempre curiosa, hacía cola. Pero entre tanto brillo efímero, algunos productos se quedaron. Pasaron del post de Instagram al menú del día, del capricho al hábito. Y cuando eso ocurre en Madrid, ya no hay marcha atrás: el hype se convierte en costumbre.
Porque aquí las modas no mueren, se integran. El vermut volvió del pasado, las croquetas dejaron de reinventarse, los quesos se quitaron el complejo rural, el picante se volvió madrileño y el café se tomó en serio. Lo que nació como curiosidad gourmet se quedó por pura lógica hedonista: saben bien, funcionan en barra o en casa, y casan con la vida madrileña —esa que pasa entre el aperitivo de pie y la cena sin prisa.
Hoy, más que tendencias, son parte del paisaje. Son los productos que sobrevivieron a la sobreexposición digital y al entusiasmo del foodie de manual. Siguen ahí porque cumplen la única regla que vale en esta ciudad: si no cansa, se queda. Y en su quedarse, cuentan la historia reciente de cómo Madrid aprendió a comer mejor sin darse importancia.
El primer superviviente es el vermut de grifo, resucitado hace más de una década por tabernas neocastizas del centro. Nació como guiño vintage y se consolidó porque el ritual del mediodía madrileño no necesita hashtag. Lo sirven desde el Ponzano gastro hasta la barra de barrio con sifón de verdad, y se bebe igual con unas gildas que con torreznos tibios. Su permanencia se explica sola: hay bodega en cada distrito y marca local para presumir, desde Argüelles hasta Vallecas. Una botella decente ronda los 10 €, y mejora todo lo que toque hielo y aceituna.
En la barra caliente, la croqueta de receta fija sobrevivió a la ola de reinterpretaciones y volvió a su ser. El público, cansado de espumas y morcillas líquidas, abrazó la bechamel ortodoxa, cremosa pero no etérea. De Casa Julio a los neotemplos de Chamberí, la croqueta se convirtió en medidor de autenticidad. Si aguanta la segunda ronda de vermut, es clásica. Punto.
Otro consolidado es el queso madrileño, antes rareza de feria, hoy con denominación emocional. De la sierra a la capital llegan cuñas de cabra y oveja con curaciones afinadas que ya no necesitan compararse con los manchegos. Su adopción fue transversal: se sirven en tablas de Lavapiés, en tiendas de barrio o en mercados remozados como el de Antón Martín. Por unos 6 € puedes llevarte medio Madrid envuelto en papel encerado.
También resistieron, y de qué manera, las salsas picantes castizas. Lo que empezó como una travesura de cocineros alternativos —ponerle chipotle a las bravas o ají a los callos— se convirtió en un universo propio. Hoy hay microproductores en Tetuán o Leganés haciendo hot sauces con pimiento madrileño, vinagre de Jerez y humor local. El madrileño medio ya tiene una botella en casa, y la usa tanto en tortilla como en bocata de calamares.
Y el quinto veterano es el café de tueste local, nacido en Malasaña entre baristas tatuados y convertido en hábito incluso en oficinas de Cuatro Caminos. De la acidez escandinava inicial se pasó al equilibrio castizo: cuerpo, dulzor y vaso corto. Hoy, pedir “un café bueno” ya no suena pretencioso; suena a rutina sensata.






.jpg)






Comentarios