Viajar en otoño solo para comer platos de caza
- Irene S.
- 25 sept
- 4 Min. de lectura

Cuando el otoño se instala con su paleta de ocres, dorados y rojizos, el aire se espesa de humo de chimenea y el campo castellano se llena de un silencio expectante, surge un motivo poderoso para preparar una escapada: la promesa de un plato de caza. Viajar solo para comer, podría parecer un capricho, pero en estas tierras la cocina cinegética se convierte en un argumento de peso. No hablamos de un simple guiso, sino de una tradición que hunde sus raíces en la historia de Castilla, en los montes donde se abatían piezas para la nobleza y en las cocinas donde se transformaban en manjares de memoria.
La caza no es un lujo pasajero: es un patrimonio que sabe a monte y a fuego lento, a adobo y a escabeche, a vinos recios y a guarniciones de temporada. Es una cocina que pide paciencia y respeto, que se sirve en cazuelas de barro o platos hondos, acompañada de pan para mojar en salsas oscuras y densas. Es también un viaje cultural: recorrer las provincias de Toledo, Ávila y Segovia buscando perdiz, jabalí o ciervo es recorrer siglos de usos, refranes y costumbres, es adentrarse en el corazón de una gastronomía que no entiende de modas, sino de estaciones.
Quien se adentre en esta ruta lo hace sabiendo que la recompensa no está solo en la mesa, sino también en los paisajes que la rodean: un paseo por las murallas de Ávila antes de un guiso de jabalí, una caminata entre pinares segovianos antes de una caldereta de ciervo, un recorrido por el casco antiguo de Toledo antes de dejarse seducir por la perdiz estofada. El viaje se convierte en ritual y cada plato es un hito en un itinerario que se traza con cuchillo y tenedor, pero también con memoria y sentidos despiertos.
La primera parada obligada es Toledo, donde la Venta de Aires, decana de los restaurantes de la ciudad, mantiene viva la receta emblemática de la perdiz a la toledana. Fundada en 1891 y con la historia de la Orden de Toledo de Lorca y Buñuel latiendo entre sus paredes, este local ofrece una perdiz estofada que resume la esencia de la cocina de caza: fuego lento, ajo, cebolla, laurel y vino que concentran los jugos de la carne en un fondo sabroso. Comer esa perdiz en uno de sus salones centenarios es participar de un rito que mezcla literatura, tradición y otoño en cada bocado.
Desde allí, la ruta puede proseguir hacia Ávila, donde las propuestas emergentes como Caleña, en el hotel La Casa del Presidente, recuperan el pulso de la cocina castellana con guiños contemporáneos. Aunque su carta varía según temporada, es habitual que durante los meses de caza aparezcan guisos de jabalí o piezas de corzo, cocinadas con un mimo que respeta el producto local y la memoria de los platos de cuchara. Lo atractivo de la cocina abulense es esa capacidad de sorprender al viajero: no siempre lo cinegético está escrito en la carta, pero basta preguntar para descubrir escabeches improvisados o guisos de liebre que recuerdan a las mesas familiares de antaño.
El viaje culmina en tierras segovianas, donde el Restaurante José María, en pleno corazón de la ciudad, ofrece mucho más que el célebre cochinillo. Cada otoño incorpora a su carta platos de caza que mantienen vivo el vínculo con el monte cercano: ciervo marinado en su jugo, perdiz en escabeche que reposa durante días para redondear el sabor, o solomillo de jabalí con una salsa muy especial. La propuesta no es un guiño pasajero, sino una manera de reivindicar el producto de temporada con la seriedad que caracteriza a esta casa segoviana, donde la tradición se mezcla con un servicio impecable y una bodega que acompaña de manera magistral cada bocado.
Cerca de la capital segoviana, el Restaurante La Matita, en Collado Hermoso, organiza jornadas gastronómicas de caza que se han consolidado como cita ineludible para quienes buscan platos de corzo, liebre o perdiz en escabeche. Allí, las cazuelas de barro humean con calderetas que mezclan carne, setas y castañas, devolviendo al comensal el paisaje del bosque en cada cucharada. Y aunque Segovia sea conocida universalmente por su cochinillo, no hay que despreciar la posibilidad de encontrar fuera de carta un guiso de temporada en casas como Casa Zaca o en los mesones de La Granja y Valsaín, donde la cercanía al monte asegura la frescura de las piezas.
La caza, en estas provincias, sigue un calendario que marca la propia cocina: la perdiz roja, entre octubre y enero, se disfruta en estofados o escabeches; el jabalí, de sabor potente, se doma en guisos de larga cocción o marinados que suavizan su bravura; el ciervo, más delicado, agradece un trato respetuoso que preserve su jugosidad. Técnicas ancestrales como el escabeche, el adobo o la cocción lenta al vino siguen vigentes, no como reliquias, sino como herramientas vivas de una gastronomía que sabe adaptarse sin perder esencia.
Por todo ello, viajar en otoño solo para comer caza es más que un capricho: es un homenaje al territorio y a su memoria, una forma de saborear la estación en su plenitud. Así que prepárate, traza el mapa con paciencia, reserva mesa en venta, bodegón o mesón, y déjate llevar por el camino. Porque al final, cuando caiga la hoja y el aire huela a monte húmedo, la recompensa será un plato humeante que condensa la verdad del otoño castellano: austero, intenso y memorable.






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