La nueva religión madrileña: desayunar tarde, beber temprano y no pedir perdón
- Roberto Buscapé
- hace 2 días
- 3 Min. de lectura

En Madrid se ha instaurado una nueva fe cotidiana, y no se practica de rodillas sino de pie, apoyado en la barra o en una mesa donde el reloj pierde autoridad. Sus devotos no madrugan ni se justifican: desayunan tarde, beben temprano y, sobre todo, no piden perdón por hacerlo. Aquí la espiritualidad se sirve en taza de café, copa corta o vaso de tubo, y el sermón llega con aroma a pan tostado y vermú recién abierto.
Esta religión sin templo tiene su propio calendario: los martes se confunden con sábados, el mediodía se estira hasta las cuatro y la jornada arranca con un desayuno que ya es comida. Es la liturgia de una ciudad que ha aprendido a vivir a su ritmo, entre pantallas, charlas improvisadas y esa mezcla de prisa y calma que solo Madrid entiende. Donde antes se hablaba de perder el tiempo, ahora se habla de saborearlo.
Porque aquí el disfrute se ejerce sin coartadas. En cada bar de barrio, en cada cafetería con su barra gastada, se celebra la misa diaria del apetito con café, huevos rotos o una copa temprana de vino. Madrid ya no siente culpa: solo ganas. Ha convertido la pausa en su plegaria y el placer en su modo de vida.
El madrileño moderno ha dejado de mirar el reloj para mirar el plato. La jornada ya no empieza a las ocho con prisa, sino a las diez y media con calma y una tostada de pan de hogaza, aceite y tomate que roza lo espiritual. El café se alarga, la bandeja de bollería pasa como una tentación y, de repente, alguien pide un huevo poché con aguacate. Antes eso era vicio, ahora se llama equilibrio vital.
A las once y pico, en cualquier bar con azulejos, puede oírse el primer chasquido de una botella de vermú abriéndose. “Solo uno, que tengo que seguir trabajando”, dice alguien que ya ha decidido que no lo hará. En Madrid, el mediodía es una frontera flexible: ahí caben un pincho de tortilla, un par de gildas y esa cerveza de media mañana que justifica la jornada entera. El camarero no juzga; asiente como quien presencia un acto de fe.
El brunch se ha convertido en una suerte de misa mayor: no importa si es domingo o miércoles, si hay huevos o croquetas, si suena jazz o reguetón. El madrileño brunchero llega tarde, mezcla lo dulce y lo salado y, entre bocado y bocado, reivindica el derecho sagrado a no hacer nada. En los cafés de Lavapiés o las casas de comidas de Chamberí, las tazas se mezclan con copas y los platos con nombres extranjeros conviven con los de toda la vida.
Por la tarde, la fe continúa. El “afterwork” ya no es una actividad laboral: es un sacramento. A las cinco y media, cuando el resto del país aún calcula cuánto falta para cenar, en Madrid alguien pide un gin-tonic discreto o un vino blanco frío. No se busca desinhibirse, sino sentirse vivo. A veces lo acompañan unas bravas, otras unas croquetas de bacalao o un bocadillo de calamares compartido. Todo vale mientras haya conversación y una barra donde apoyarse.
En el fondo, esta nueva religión madrileña no tiene dogmas, solo rituales sencillos: levantarse tarde, brindar temprano y vivir sin disculpas. Cada caña, cada plato y cada sorbo son una pequeña comunión con la ciudad. Porque Madrid no necesita perdón para disfrutar. Solo una buena razón —y casi siempre, la encuentra.






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