Frutos secos madrileños (y de los alrededores) que deberías comprar ya para no caer en los de bolsa del súper
- Irene S.
- 3 oct
- 4 Min. de lectura

Hay placeres que no deberían despacharse con prisas. El del fruto seco es uno de ellos. Durante años hemos acostumbrado el paladar a las bolsas impersonales de supermercado: almendras todas iguales, nueces con sabor a rancio, pistachos demasiado salados para disimular la falta de frescura. Una rutina que nos ha hecho olvidar que, detrás de cada cáscara, puede latir un territorio, una temporada, incluso la mano de quien lo cultiva o lo tuesta en un obrador de barrio. La diferencia entre lo industrial y lo auténtico no se mide sólo en matices de sabor: se mide en emoción.
En Madrid y en sus alrededores aún sobreviven esos productos con alma, fruto de nogales que resisten en la sierra, almendros que miran al horizonte castellano, castaños que marcan el ritmo del otoño. No se trata de arqueología gastronómica, sino de una realidad que todavía se encuentra en las granerías de toda la vida, en las tiendas especializadas que miman el género, en pequeños proyectos familiares que han decidido rebelarse contra la homogeneización del sabor. Basta salir de la inercia, preguntar al tendero y dejarse guiar por la frescura, la procedencia y la naturalidad.
El viaje, además, no es un lujo inalcanzable. Un puñado de almendras naturales de Casa Ruiz Granel, unas nueces serranas recién partidas en Frutos Secos Los Soportales o unas castañas pilongas adquiridas en otoño en el mercado de Chamartín cuestan poco más que sus equivalentes industriales, pero devuelven infinitamente más. Y no hablamos sólo de sabor: hablamos de nutrición íntegra, de la sensación de que lo que cruje en tu boca pertenece a una historia compartida. Apostar por ellos es apoyar al comercio local, respetar la temporalidad y regalarse un placer auténtico en cada bocado.
La almendra es quizá el ejemplo más cercano. Aunque Madrid no sea tierra de almendros en abundancia, las granerías del centro y barrios como Chamberí ofrecen partidas que llegan de provincias limítrofes con una frescura que nada tiene que ver con el estándar de bolsa. Con piel, sin tueste agresivo, la almendra común mantiene antioxidantes y aceites intactos. En la cocina se transforma con facilidad: basta tostarla ligeramente en sartén con un pellizco de sal para conseguir un snack que acompaña desde un vino blanco joven hasta un plato de crema de verduras. Si la integras en repostería, aporta una intensidad que convierte un simple bizcocho en algo memorable.
En la sierra de Guadarrama, y más al norte en Somosierra, los nogales resisten entre prados y huertos familiares. De ellos proceden nueces que se venden casi de incógnito, en mercados de proximidad o en tiendas especializadas como Los Soportales. No tienen nada que ver con las nueces secas y cansadas que recorren kilómetros en contenedores: las madrileñas crujen con frescura, mantienen un punto lácteo, y hasta conservan esa leve humedad que anuncia que el árbol estaba vivo hace apenas unas semanas. Media docena basta para hacer inolvidable un pesto con rúcula o para enriquecer una vinagreta templada de lombarda.
El tueste madrileño también merece capítulo propio. En Bravo Murillo, la boutique Nutnut ha elevado la práctica a un ritual: almendras tostadas en seco, sin aceite añadido, con sal gruesa que cruje como cristal. El resultado no necesita artificios, sólo respeto. Una almendra así es capaz de coronar una calabaza asada como si fuese una joya, o de acompañar un carpaccio de setas con una sencillez que roza lo poético. Frente al tueste agresivo que anula matices, el artesano madrileño recupera un gesto lento y paciente.
El pistacho, aunque no tenga en la meseta una tradición tan antigua como en Castilla-La Mancha, se ha ganado su hueco gracias a artesanos que lo seleccionan y lo tuestan en pequeños lotes. El calibre uniforme, la carne verde intensa y el tueste contenido dan como resultado un fruto elegante, persistente en boca, con el que se puede improvisar un rebozado sorprendente para un pescado blanco, o mezclar con queso fresco y miel en una pasta untable que enriquece cualquier tabla de aperitivos. Es otro ejemplo de cómo un comercio local puede transformar un producto global en experiencia singular.
Y llega el otoño con su tesoro: la castaña. En las ferias serranas o en mercados centrales aparecen las castañas pilongas, secadas con cuidado para conservar su sabor profundo y su textura aterciopelada. No es sólo el recuerdo del puesto callejero con brasero; es también la posibilidad de cocinarlas en casa, hervidas suavemente para incorporarlas a cremas de calabaza, o incluso como relleno tradicional de aves de corral. Las castañas madrileñas y colindantes son testimonio de un paisaje que se resiste a perderse y que cada octubre recuerda su vigencia.
Todos estos ejemplos se encuentran aún en comercios que resisten al tiempo: Frutos Secos Herranz en la calle Alcántara, Sucesores de Ignacio López en Menéndez Pelayo, o las estanterías de Casa Ruiz Granel. No son templos de lujo, sino espacios cotidianos donde cada frasco y cada saco invitan a probar, oler y dejarse llevar. La compra se convierte en experiencia: preguntar, elegir con calma, probar una almendra antes de llevar el kilo entero. Allí se entiende de golpe lo que significa frescura y por qué el fruto seco no debería ser un artículo de segunda fila.
Cambiar la bolsa de supermercado por estos frutos no es un gesto pequeño: es una declaración de principios. Significa apostar por el comercio de barrio, por el agricultor que aún cultiva en la sierra, por la artesanía de un tueste bien hecho. Y significa, sobre todo, recuperar el placer. Ese crujido nítido, ese sabor que se abre en capas, esa sensación de alimento vivo. En cada almendra, en cada nuez, en cada castaña hay un Madrid que no se resigna a ser uniforme. Y cuando lo pruebas, ya no hay vuelta atrás: los frutos secos industriales se vuelven un recuerdo plano, casi triste, frente a la vitalidad de lo auténtico.






.jpg)






Comentarios