El auge del cacao serio en Madrid: bean to bar, pero sin pedantería
- Julián Acebes
- hace 1 día
- 4 Min. de lectura

Durante años, el chocolate fue ese placer universal envuelto en papel brillante y vendido en tabletas idénticas. Un dulce de supermercado que uno mordía sin pensar demasiado en su origen, ni en la historia que traía cada haba desde los trópicos. Pero algo ha cambiado: los madrileños —los del café de especialidad, la masa madre y el vermut artesano— han descubierto que el cacao puede ser tan complejo como el vino o el aceite de oliva. Y, sobre todo, que detrás de una buena barra hay tanto saber hacer como en una cocina de autor.
El nuevo movimiento “bean to bar” (del grano a la barra) ha aterrizado en Madrid con la fuerza de una tendencia sólida, no de una moda efímera. Su esencia es sencilla: los chocolateros trabajan el cacao desde el origen, seleccionan las habas, las fermentan, las tuestan y las transforman ellos mismos en chocolate, sin intermediarios ni fórmulas secretas de laboratorio. Este control total del proceso revela la diversidad del cacao: los hay florales, frutales, ahumados, terrosos, incluso con notas de miel o tabaco dulce. En un mundo donde el 90 % del chocolate sabe igual, este renacimiento busca devolverle identidad al cacao.
Y Madrid, con su mezcla de tradición castiza y curiosidad cosmopolita, se ha convertido en uno de los escenarios más vibrantes de esta revolución. Desde pequeños obradores en Lavapiés hasta cafés de especialidad en Chamberí, pasando por chocolaterías de autor en Malasaña, la ciudad se está llenando de proyectos que tratan al cacao con el respeto de un ingrediente noble, pero sin elevarlo a un altar. Aquí, el “chocolate serio” se disfruta con naturalidad: una barra para compartir, una cata improvisada o una conversación acompañada de un buen café.
¿Y qué significa exactamente bean to bar? Hacer chocolate desde el grano y no a partir de masa industrial. El chocolatero selecciona el origen del cacao —Madagascar, Ecuador, Filipinas o Perú—, decide su grado de fermentación y controla el tueste con la precisión de un maestro tostador. Luego viene el conchado, esa lenta mezcla que redondea aromas y texturas hasta lograr el brillo perfecto y ese “chasquido” seco al partir una buena tableta. A diferencia del chocolate industrial, aquí no hay prisa: cada lote es pequeño, cada barra tiene una historia y, casi siempre, un rostro detrás del envoltorio.
En Lavapiés, Kaicao lleva años demostrando que el cacao puede tener acento madrileño. En su obrador de la calle Encomienda, se huele el tueste desde la acera: trabajan habas de aroma fina, endulzan con dátiles en lugar de azúcar refinado y explican con paciencia el proceso completo a quien quiera escuchar. Sus barras —por ejemplo, una de cacao nicaragüense de sabor cálido y profundo— se envuelven en papel reciclado con estética mínima, más de taller que de boutique.
En Chamberí, 24 Onzas convierte la experiencia en algo sensorial: su obrador-tienda de la calle Zurbano es casi una galería donde el chocolate se mezcla con frutos secos, sal marina o frutas exóticas. No son puristas del bean to bar más estricto, pero sí guardianes del sabor auténtico: cada barra se moldea y decora a mano, con un cuidado que se nota al primer mordisco. Y en La Latina, Ruda Café ha incorporado barras bean to bar en su tienda, que se venden junto a un espresso redondo, para quien quiera maridar ambos mundos.
Probar un buen chocolate no exige diploma ni presupuesto. Basta con prestar atención. Una barra artesanal cuesta entre ocho y doce euros, pero ofrece mucho más que una chocolatina común: textura satinada, aromas vivos, una sensación que evoluciona en boca como un vino. No hay que dejarse guiar sólo por el porcentaje —un 85 % mal hecho puede ser tan plano como un 60 % bien afinado—, sino por los matices. Fíjate en que el envoltorio mencione el origen o el lote, en que al partirla suene un “clac” nítido, y en que, antes de llevarla a la boca, te atrevas a olerla. Luego, deja que se derrita: el cacao revela su alma en segundos. En casa, acompáñala con un café de filtro o un vino tinto joven, incluso con un puñado de nueces o almendras crudas. Nada de rituales solemnes: sólo atención y ganas de disfrutar.
Lo interesante del auge madrileño del bean to bar es que ha escapado del elitismo. En lugar de tiendas inaccesibles o discursos crípticos, la ciudad ofrece espacios cercanos, talleres abiertos y catas asequibles. Se trata, al fin, de redescubrir el chocolate como alimento, no sólo como golosina. Detrás de cada barra hay una historia de origen, de sostenibilidad y de oficio, pero sobre todo, de placer.
Así que la próxima vez que pasees por Lavapiés o Malasaña, entra en una chocolatería y deja que te envuelva el aroma a cacao recién tostado. Rompe una barra y escucha ese leve chasquido. Siente cómo el chocolate se funde, cómo deja en la boca la huella de su tierra. Porque el cacao serio —el de verdad, el que nace del grano y se transforma sin pretensiones— no pide reverencias, sólo tiempo y ganas de disfrutarlo.






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